Vagaba por las calles polvorientas de una colonia en la periferia de Tijuana. Arrastraba un mundo de melancolía con un pequeño hilo unido a mi nuca. Caminaba, cuando de pronto, a mi espalda, sentí una presencia cálida y ligera. Me detuve y voltee. Era un perro callejero. Batí mis manos y tiré patadas al aire tratando de asustarlo, pero él solo se limitó a mirarme. Redoblé el paso. Unos segundos después paré; di media vuelta. El cuadrúpedo seguía ahí interrumpiendo mi soledad y mi tránsito. Volví a caminar… ¡Él hizo lo mismo! -¡Uuushaa!, ¡ushaa!- Traté de asustarlo para que se alejara, pero él sólo me miraba. Caminé aún más rápido, pero otra vez escuché el roce de sus uñas sobre la tierra arenosa detrás de mí. Volteé ya con enojo y le grite injurias. -¡Pinche perro, sáquese de aquí… cabrón!- El se detuvo, se sentó y me miró. Sacó la lengua para refrescarse; luego se puso a mi lado y movió la cola como invitándome a caminar. Ya no dije nada, caminé con él un kilómetro o dos sin decir palabra. Miraba sus ojos de vez en cuando, parecían los brazos de una madre protectora. Cuando mi soledad se disipó, pensé en llevarlo a mi casa, invitarle un buen trozo de carne como señal de agradecimiento por su compañía. -Quien sabe, igual y me lo quedo- Pensé, pero justo después de ese pensamiento, el perro dobló a mi derecha y se dirigió a unos matorrales. No sé por qué mi pulso se aceleró, mis piernas no me respondían, la voz se me secó. Una vez más me había autoengañado. Vi como el perro, que ya consideraba mío, se alejaba sin siquiera voltear. Liberado, disipándose en el polvo de sus pasos como un papalote suelto llevado por el viento.
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